lunes, 19 de noviembre de 2012

Huelgas de hambre en solidaridad con Marcos Martín Ponce // Colombia, La crónica de Lizeth (1 de 3)

Huelgas de Hambre en solidaridad con Marcos Martín Ponce

Carmiña Caetano Navarro y Juan García Martín, presos políticos del PCE(r), Laureano Ortega Ortega, de los GRAPO, y los presos políticos vascos del MLNV en la cárcel de Puerto Santa María III (Cádiz), se ponen en Huelga de Hambre en 24 horas como primera medida de solidaridad con Marcos Martín Ponce.

Israel Clemente López, preso político de los GRAPO en la prisión de Botafuegos-Algeciras también se ha declarado en huelga de hambre, exigiendo el traslado de Marcos Martín Ponce de la cárcel de Morón y que le saquen del aislamiento, y que se garantice la seguridad del preso político antifascista brutalmente apalizado.    
COLOMBIA:

La crónica de Lizeth.
(1 de 3)

A un año de la muerte física de los once heroicos guerrilleros que cayeron bajo las criminales bombas del imperialismo yanqui y esta cruel oligarquía que no tiene piedad para asesinar a los pobres de mi patria.

En memoria a Yuribí, el nombre de guerra de mi hermanita, quien desgraciadamente también cayó en el cobarde bombardeo del 11 de octubre de 2011, junto a 10 compañeros más.

Quiero hacer un recuento de nuestra vida. Esto es muy duro para mí, pero me veo en la obligación de hacerlo. Para que el mundo se dé cuenta de la situación que vive este país. ¡Y para que resuelvan si nuestra causa es justa o no!

Mi hermana y yo

Nosotros pertenecemos a una familia pobre. Mi familia, por parte de papá, vive en Barranquilla, y por parte de mamá, en Norte de Santander. En este último fuimos criadas nosotras.

Mis primeros recuerdos de infancia son muy trágicos. Yo tendría unos seis años y mi hermanita unos 10. Una mañana amanecimos rodeados de gente uniformada.

Nosotros nos asustamos mucho, y pronto nos dimos cuenta que eran los paramilitares revueltos con el Ejército. Luego se llevaron a mi padre y a otro poco de gente más. Como a 20 minutos de donde nosotros vivíamos. Como mi padre y mi madre estaban separados, unos de mis hermanos estaban con mi mamá y otros estábamos con mi papá. Como vivíamos cerca, a unos dos minutos de camino, mi hermana mayor corrió a avisar a los otros.

Nos reunimos todos en la casa de mi papá, a rezar y a llorar por él. Estando todos ahí, escuchamos unos disparos y ráfagas de fusil del lado donde se los habían llevado. Nos desesperamos más. Era algo muy terrible pensar que los estaban matando.

Sufríamos mucho, sentimos como si nos estuvieran arrancando el alma. Como a la hora llegó mi papá, pero esa hora se nos hizo una eternidad. Al fin había llegado. Lo abrazamos y lo besamos de la alegría porque no lo habían matado. Luego él nos contó que los disparos que se oyeron era que estaban matando a un arriero, conocido nuestro. El sapo informante de los paracos lo había acusado de colaborador de la guerrilla. Nos contó que le pegaron más de cien tiros porque él no caía al piso, y pedía agua. Y los paracos estaban asustados, decían que era el demonio. Hasta que lo despedazaron a tiros.

Al otro día llegaron nuevamente los paracos a la casa. Nosotros teníamos miedo. Se regaron por todo el camino real, y agarraron a un muchacho muy joven que venía con unas mulas. Lo amarraron a un lado del camino y le pusieron al frente la macheta que llevaba él mismo en la cintura. Con las manos atadas a la espalda. A nosotros nos daba pesar ver a ese muchacho ahí humillado. Sin poder hacer nada por él.

Luego, como al mediodía, vimos cuando venía un señor que había sido obrero nuestro, era un trabajador, como nosotros. Venía borracho. A lo que vio el brazalete de AUC se asustó y salió corriendo en zigzag.

Luego se formó la plomacera, nuevamente, pero ya en presencia nuestra. Yo estaba muy asustada y me abracé a mi papá. Él me tapó los ojos, pero yo, entre lloriqueos y susto, miraba lo que estaba pasando. Y una de mis hermanas se quedó ahí, como una estatua, con los ojos toteados y asombrada.

Entre tantos disparos, por fin le pegaron un tiro en la rodilla, y luego le cayeron con machetes como fieras hambrientas, y lo picaron en trocitos.

Y luego fue lo peor. Ver al comandante de ellos, cómo se lamían la sangre que escurría por la macheta. Al ver eso, no sé cómo, me le solté a mi papá de los brazos y me metí debajo de la cama, aterrorizada por todo aquello.

Mientras vimos ese drama, no nos dimos cuenta a qué hora habían degollado al muchacho que estaba amarrado. Después de todo aquello, el comandante de ellos le preguntó a mi papá que si los niños más pequeños habíamos visto lo que había pasado. Pero él no les respondió nada, estaba indignado. Enseguida se fueron a matar más gente en otras casas.

Entonces nos reunimos todos y enterraron los muertos al lado de la casa. Y mi papá decidió que lo mejor era irnos de esa zona. Él rebuscó en todos lados, vendió lo que pudo para juntar el pasaje, para viajar a donde estaba su familia, a Barranquilla. Ahora seguía otra etapa difícil para nosotros. La separación de padres. Papá se iba con cuatro hijos, y mi mamá se quedaba con tres. Entre los que se quedaban con mi madre estaba Yuribí, ella nunca quiso separarse de ella. Pero nosotros no alcanzamos a irnos, cuando ya venían los paracos en retirada.

Como había mucha gente reunida en una casa, que se iban también, los paracos sacaron a todos los hombres y los hicieron formar en hileras, y ponían al informante al frente, y él señalaba a quiénes podían matar.

Habían sacado ya como a tres de la fila. Sus familiares lloraban y suplicaban que los dejaran en paz, que ellos eran inocentes. De pronto el informante señaló a mi papá. Nosotros nos estremecimos y temblábamos de miedo, pero no pasó nada porque tras señalarlo, el sapo dijo que él era un pobre hombre lleno de hijos. Entonces nos volvió el alma al cuerpo y lo dejaron en paz. Pero siempre mataron como a cuatro, y a los demás nos dijeron que nos fuéramos, que si nos volvían a ver no nos perdonarían.

Ese mismo día nos fuimos nosotros, llegamos a Cúcuta, y de ahí nos embarcamos en un bus rumbo a Barranquilla.

Durante el viaje, era maravillosa la emoción por conocer una ciudad tan grande. El bus paraba a las horas de las comidas y para tomar refrescos, el viaje duró como día y medio.

La primera impresión fue a la entrada de la ciudad. Un puente grandísimo, unas aguas inmensas. Luego una panadería grandísima. Eso lo miraban por primera vez mis ojos.

Estábamos felices, pero no era suficiente para olvidar el pasado, porque en aquel infierno habían quedado nuestros corazones, nuestra madre y nuestros hermanos. Allá tuvimos muchas experiencias maravillosas, conocimos a nuestros tíos y primos, y a nuestra querida abuelita.
Por cierto, era muy linda con nosotros.

Con esa parte de la familia fuimos al centro, manejamos carritos chocones, conocimos el estadio de Barranquilla, fuimos al mar.

Todo eso era maravilloso. Pero también había allí una triste realidad, niños pidiendo limosna, ancianos en la calle, ladrones, atracadores, había de todo entre esos enormes edificios y sitios hermosos, se miraba un cuadro de miseria, una desigualdad enorme.

Después de unos días mi papá se regresó para el Norte y nos dejó a nosotros con un hermano de él. Y nos metieron a la Iglesia Pentecostal.

Donde nosotros vivíamos era una calle pobre, las calles no estaban pavimentadas. Allí estuvimos hasta que regresó mi padre. Volvió por nosotros. Esa noticia nos alegraba por un lado y por el otro nos entristecía.


Nos alegraba porque nos reuniríamos nuevamente con nuestra mamá y mis hermanos. Nos entristecíamos porque dejábamos esa ciudad tan bonita, el mar que ya nunca volveríamos a ver, y también aquellos tíos y primos que no volveríamos a mirar, y aquella abuela tan tierna, que iba a sufrir, porque se había encariñado con nosotras.

Bueno, de regreso a Cúcuta. La felicidad más grande. El encuentro familiar, el saber que no les había pasado nada, el recuento de aquella triste historia.

Pero había algo que no me gustó nada, que mi mamá estaba viviendo con otro señor, papá también con otra señora que había trabajado en el bar y que tenía dos hijos. Y yo iba a cumplir ocho años. Me los celebraron y seguí al lado de mi papá, él tenía una casetica donde vendía arepas rellenas con huevo. Con eso nos ganábamos la comida.

Mi hermana mayor se casó y tuvo una niña. Y como yo odiaba a la madrastra y ella a mí, me fui a vivir con mi hermana. Ella vivía en Ocaña, yo le cuidaba la niña y también estudiaba. El cuñado era muy borrachín pero nunca nos hacía falta la comidita.

Yo estudié como dos meses y luego me pegó mamitis, y me vine para el campo, con mi madre y mi hermanita Yuribí. Pero había otro problema, que tampoco me la llevaba bien con mi padrastro. Porque él nos pegaba, a nosotras y a mi mamá también. Y no trabajaba. Y se tomaba la plata que nosotras nos ganábamos. Nunca traía un grano de arroz a la casa. Esa vida que me tocó vivir con mi mamá era terrible.

Cuando cumplí los diez años mi hermanita Yuribí tenía catorce. Nosotras nos queríamos mucho. Ella, como era mayor, me llevaba por doquiera que ella iba.

Pero un día mi mamá nos mandó a traer una carne. A Yuribí, mi otro hermano, que me llevaba dos años, y yo.

Al llegar a la caseta nos encontramos con los guerrilleros de las FARC. Yuribí tenía ahí un novio y estaba con los demás. Para nosotros, en la vereda, la guerrilla era como una autoridad, nos eran muy familiares, porque todos los días los mirábamos y ellos eran muy buenos y amables con nosotros los campesinos.

A veces nos daban economía. Ellos se ganan el cariño de la gente, no con palabras, sino con hechos. ¡Y cómo no va a querer uno a gente que es tan amable, cariñosa y respetuosa con uno! Que son todo lo contrario de los soldados y paramilitares que llegan es a matarnos y a desplazarnos y a humillarnos.

Entonces, como el novio de mi hermana estaba allí, nos pusimos a andar con ellos. Y nos quedamos a dormir en la casa del jefe de la milicia. Nos acostamos los tres hermanos y el novio de Yuribí, sobre una carpa.

Esa noche mi hermana me había dicho que ella había ingresado, pero yo no le creí. Al otro día, como a las 6 de la mañana, nos despertamos mi hermano y yo solos. Preguntamos por Yuribí y nos dijeron que ella se había ido con los guerrilleros.

Yo pensé en irla a buscar, pero mi hermano dijo que no, que nos fuéramos para la casa. Y nos fuimos sin carne y sin Yuribí. Pero mi madre ya venía en camino a buscarnos.

Cuando nos preguntó por Yuribí no sabíamos qué responderle. Pero al fin le dijimos, y ella, de la rabia que cogió, no lloró en el instante. Sólo dijo “Yo sí lo supuse”.

Al llegar a la casa nos inundó la nostalgia de pensar que ya no volveríamos a ver a Yuribí. Para mí era muy duro, porque era la hermana que yo más quería, y se había ido para la guerrilla dejándome sola, sin quién me apoyara, sin quién me defendiera del padrastro.

De ahí para adelante todo se complicó para mí. Me tocó aprender a cocinar. Nos turnábamos, una semana mi hermana que era melliza, otra el hermano que nos acompañaba cuando se fue Yuribí, y la otra semana yo. Porque mi mamá trabajaba como un hombre para darnos de comer y vestirnos.

La situación con mi padrastro fue peor. A mí me pegaba cada rato, y a mi mamá también. Un día llegó mi hermano mayor y se iba a dar machete con él, pero mi mamita, con lágrimas en los ojos, se lo impidió. Todos estábamos cansados de esa situación.

A los días de haber ingresado a la guerrilla, mi hermana llegó a visitarnos. Nos contó que estaba bien, que allá era muy bonito, que se trataban como una familia muy unida. Pero en cambio nosotros le contamos que el padrastro se había vuelto insoportable, por lo que se puso muy triste.

Cuando se fue a ir, se paró frente a él y le dijo que si llegaba a saber que él le seguía pegando a mi mamá y a nosotros, iba a venir y le iba a pegar unos tiros en las patas.

Estaba furiosa. Y se fue nuevamente. Yo me desesperaba cada día más. Cuando tenía once años, un día él me pegó y yo, rabiosa, me fui para una quebrada y me quedé allá hasta que se oscureció.

Pensé muchas cosas, en Yuribí, en la falta que hacía en casa y a mí. Rogaba que pasara la guerrilla por allí, para irme con ellos.

Recordé lo que había pasado cuando niña y me decía que ese padrastro que yo tenía era un paraco y que debía morir. No quería regresar a casa y me acosté bajo una piedra grande.

Tarde en la noche me despertaron algunas luces. Volví a recordar la mañana en que amanecimos rodeados por los paracos y me dio miedo. Pero eran mi mamá y mis hermanos que andaban buscándome. Al encontrarme, me llevaron con ellos a casa.

Pocos días después me encontré la guerrilla y les pedí ingreso, pero me dijeron que no, que cuando tuviera más años, que era una niña todavía y que primero debía terminarme de criar.

Eso me obligó a tomar otra decisión, volarme de la casa. Me fui porque no aguantaba más. Mi mamá me trajo a la brava, pero yo me volví a volar.

Tenía doce años y me junté a vivir con un señor de veintiocho. Pero no duré mucho con él, me dejó como a los tres meses. A los días, por fin ingresé a la guerrilla.

Mi anhelo fundamental era encontrarme con mi hermana, y con un tío que sabía también había ingresado.

((continúa mañana))

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