lunes, 13 de julio de 2009

Socialfatxas, de Jon Odriozola

Jon Odriozola. Periodista

«Socialfatxas»

En los años 70 del siglo pasado, la sociología burguesa puso de moda la distinción entre estados autoritarios y totalitarios. El primero sustituiría el proceso político por la autoridad de una élite autodesignada sin interferir directamente en muchas áreas de la vida social, intelectual y económica. Bajo un régimen autoritario, al ciudadano le está prohibido desarrollar actividades políticas, pero podría viajar, establecer cualquier clase de negocio, vivir donde quiera y estudiar, v. g., Ciencias Políticas igual que en un país formalmente democrático. El ejemplo típico era la España posfranquista, digo, lapsus calami, el Chile de Pinochet. Arquetipo de gobiernos totalitarios serían, lo adivinaron, los países comunistas: Cuba, Vietnam, etc. donde, a diferencia de un estado autoritario, la «política» interfiere en todo y se mete hasta la cocina. En medio o, mejor, superando ambos sistemas, estaría el socorrido estado de Derecho y sus reglas de juego.
Mucho antes de estos ideologemas, el sociólogo Durkheim ya señalaba que la función social del crimen era mantener lo que él llamaba la solidaridad mecánica, es decir, que la verdadera función de la pena era mantener intacta la cohesión social. No sirve -añadía- para corregir al culpable ni para intimidar a sus posibles imitadores. Para otro sociólogo, Talcott Parsons, patriarca de la sociología norteamericana, el hombre viene a ser un simple receptáculo de «orientaciones normativas» y de «sentido». El individuo se reduce a «nada + orientaciones normativas». Parsons va a sustituir el término «hombre» por el de «actor», donde cada cual, respetando las sacrosantas reglas de juego, tiene su rol. Si alguien contraviene esas graníticas reglas o se sale de la norma, es considerado o va a interpretarse como un desviado (sic) individual o grupal. Ese «desviado» estaría... en otro mundo, y por eso hizo fama el latiguillo que reza y habla del «mundo de la izquierda abertzale» como si fueran alienígenas, desautorizando el bello poema de Paul Eluard («hay muchos mundos pero todos están en este»). Se identifica idealmente Estado y sociedad (no hay, por tanto, lucha de clases) y, como sea que vivimos en un apriorístico reino de la libertad, no es posible dar libertad a quienes la atacan. Es intolerable en el sentido lockeano. La (presunta) democracia tiene la ineludible obligación de defenderse. ¿Cómo? Promulgando, por ejemplo, una Ley de Partidos ad hoc contra los liberticidas, ergo «radicales». A veces con el subterfugio de la seguridad ciudadana y otras con el pretexto de la seguridad del Estado. Y, si hace falta, se recurre a viejas legislaciones fascistas que incluían los llamados «delitos de sospecha» fundados en opiniones dizque un Derecho Penal político sobre las intenciones. Fuego a discreción (o todo es ETA).
Ya no se establece un sistema de garantías de los derechos y libertades cívicas, sino un sistema de garantías de seguridad... del Estado. Así, se puede completar el sofisma de que si el Estado no está seguro, no pueden estarlo los ciudadanos, y para que el Estado esté seguro, hay que controlar al personal. Ya no son necesarios engorrosos estados de excepción, pues la violencia política -legal, of course- es suficiente. Aunque, si es menester, se limpien el tafanario con su propia «legalidad».

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