martes, 16 de octubre de 2012

El costo de la dispersión penitenciaria de l@s pres@s polític@s en España.

El costo de la dispersión

Relato

Hemos quedado a las 5 de la mañana del sábado. Y tenemos suerte, en algunas cárceles las visitas son en días entre semana, en los laborales, con lo que no hemos tenido que pedir días, tal como están las cosas. Unas fiambreras de comida preparadas la noche anterior, unas botellas de agua, frutos secos y un escalofrío en el cuerpo. Aún nos quedan 1.050 kilómetros hasta llegar a la cárcel donde tienen preso político a nuestro ser querido. En el coche el primer despertar de legrañas, las primeras bromas para caldear el ambiente. Es noche preta, y llueve copiosamente. Pero resulta que el limpiaparabrisas no da más de sí y los kilómetros se suceden con un verdadero diluvio. No lo hacemos nunca si el tiempo es bueno, pero decidimos parar en una macrocafetería de esas que te hacen sentir que de verdad estás fuera de tu casa y ambiente. Camioneros recién levantados, dos autobuses de largas distancias, lo que parecen dos policías fuera de servicio y que han trasnochado y mucho, mucho barullo. ¡Y qué precios por tres cafés aguachinados!.

Tras espabilar del sueño y del aguacero de los 150 kilómetros anteriores, montamos otra vez en el coche y seguimos. En unos pocos kilómetros la fuerza de la lluvia se convierte en un ligero sirimiri, y la conversación gira por las decenas de accidentes de familiares y amigos de presos políticos que se han ocasionado por la ilegal política de dispersión penitenciaria.

Todas las semanas, cientos de familias, amigos, solidarios... viajan a visitar a sus allegados, prisioneros a cientos de km de sus lugares de residencia y arraigo. O sea, todo lo contrario a lo que sus leyes recogen. Y son 680 presos pertenecientes a ETA, GRAPO, MLNV, PCE(r), SRI y MLNG los dispersados. Pero claro, es una política de excepción, que castiga al propio prisionero por desarraigo familiar, afectivo, cultural y social; y a los de fuera, al menos por lo hasta ahora demostrado con datos que al menos llaman al escándalo: 18 familiares y amigos de presos políticos muertos y cientos de heridos en las carreteras, decenas de millones de euros en gastos, viajes... desde que se inició la política de dispersión.

Y el conductos nos dice que para este viaje de más de 2.000 kilómetros ida y vuelta le ha mirado el coche un mecánico colega. Como sabe que hace el viaje muchas veces al año, dice que le cuenta que si sabe lo que le cuesta la dispersión de su hijo en el capítulo coche. Se quedó atolondrado. Ya sabéis cómo son los mecánicos de pequeños talleres. Le consumó en gastos la gasolina, los peajes de carreteras, el cambio de aceites, líquidos y componentes, las ruedas a cambiar obligatoriamente tras esas decenas de miles de kilómetros recorridos, los posibles pequeños accidentes, etc.
 
Así entendía como estaba estrangulado económicamente desde que a su hijo le llevaran a prisiones de Cádiz. O imagínate los que los tengan presos en Francia u otros países. O los que siendo gallegos les tienen en Cádiz. Y al de Madrid en Levante... Como una especie de ajedrez represivo dispersador.

Y muchas veces, para después de cruzar la península de punta a punta -50 presos están encarcelados a más de 1.000 km de su tierra-, se les niegue la visita tan deseada por ejemplo por que la madre de una presa política se niegue a quitarse toda la ropa, a desnudarse, para ser palpada, registrada, denigrada; o que te digan en el momento de ponerte en la ventanilla que tu familiar no está en esa cárcel -83 traslados de enero a julio 2012-, que le trasladaron a otra hace 2 días, en los que él no puede llamar por teléfono para anular la visita con los suyos.

Bueno, ya llevamos kilometrada y el café aguachinado lo hemos enriquecido con frutos secos, pero el hambre llama. Las tortillas de patata nos saben a maravilla, el tomate con ensaladita, unos filetes empanados y el agua fría, pues en el coche siempre hay una neverita de esas de viaje que se enchufan al mechero para mantener las cosas en perfecto estado. La mediodía se había vuelto soleada y comimos en la calle, en unas mesitas. Al poco de comer y haber estirado las piernas, arrancar y control de la guardia civil. Era total, paraban a casi todos los coches y camiones. Ojeada de dos números dentro del coche a través de las ventanillas y el pase o se detenga aquí a la derecha. A decir verdad tenían ya parada a mucha gente y nos hacen parar junto a otros veinte vehículos. Documentación del coche y carnet de conducir, los dni de todos.

Supusimos que era una especie de control de droga, documentación y cosas del maletero, pues además de chicos jóvenes, había furgonetas, un hombre con buzo y tres familias.

En nuestro maletero no ven nada raro, pero en la guantera había un cuchillo de cocina, que acabábamos de usar para el almuerzo. Nos llegará multa por arma blanca. No les valió ninguna explicación. Luego ya de camino acordamos pagarla entre los tres.  
Llegamos tras varias horas de carretera con relevo de conductor a cerquita del destino de hoy, una pensión que conocemos de otras veces y que se está a gusto y económico. Dejamos los trastos en la pensión, merendamos lo que sobró en el tentenpié y nos damos una vuelta por el pueblo. Luego en un bar con unas cañas nos metimos unos pinchos. No está la economía para cenas normales fuera de casa.

Siempre nos retiramos pronto, pues lo que esperamos es que llegue el día siguiente. Duchita rápida y desayuno que de tantas veces que nos ven, algunas no nos cobran.

Carretera y sol. Menos mal.

La cita es pronto, para que tras ella nos permita llegar el mismo domingo a la noche a nuestra localidad.

La rutina de entrada a las visitas es importante no olvidarla. Unas veces colas enormes, otras, pocos familiares de presos sociales y algunos relacionados familiarmente, por amistad o solidaridad con los presos por causas políticas. Entregar toda la documentación (en muchas cárceles españolas ya se tiene aplicada la ficha de fotografía y huella dactilar para los visitantes, que se supone no han sido condenados por ningún tipo de delito) y esperar. Esta mañana ha atendido un carcelero que llamamos “el majete”. Nos ha hecho pasar por el detector de metales. No ha pitado, porque de la pensión nos hemos venido de ropa deportiva; pues otras veces se ha retrasado el encuentro por “ese cinturón pita”, o “descálcese señora, que le pitan las botas”. Hemos dejado los móviles y llaves en el coche. Este funcionario nunca plantea problemas añadidos, así que en unos minutos nos podemos enfrentar a la cabina de ese largo locutorio. El cristal en la cabina, señalada en todas las cárceles como para los presos FIES, está acondicionado para todo blindaje. Hay que hablar con nuestro allegado a través de un teléfono que a los 45 minutos exactos corta la comunicación. Y graba la conversación.

Tras una fila de compañeros, ahí está, se le distingue entrando en la cabina. Tras un emocionado saludo, nos llevábamos de memoria todos los recados y recuerdos -no dejan meter papel y boli en las comunicaciones-, así que ya empezamos a reírnos a los 5 minutos al recordar anécdotas. Cuando la conversación, que no se oye demasiado bien, está entrando en calor, nos cuenta algunas novedades. Que el mes pasado, la familia de un preso político vasco del módulo contiguo había tenido un accidente, y que estaban preocupados por tanto incidente relacionado con la dispersión. Y por el ahogo económico que cada vez impedía más viajes. Como había novedades importantes de nacimientos en la cuadrilla, cambios de casa o parados, la conversación tuvo que cambiar de modulación repetidas veces. El tiempo se vuelve avión de reacción y los últimos minutos son un atropello de conversaciones, recuerdos, recadillos y mucho cariño. El teléfono se corta, y la vista a través de un cristal blindado es el último contacto. Apagan la luz de su parte del locutorio, abren la puerta y se ve de fondo a un carcelero. Mientras se retira moviendo las manos y apretando el puño, casi a oscuras y sin sonido, apagan nuestra luz. Salimos al pasillo callados, en un silencio casi sepulcral, pues el resto de locutorios aún están con luz y gente.  
Es como un resorte, pero inmediatamente después de que nos devuelvan la documentación, nos montamos en el coche y nos empezamos a mover, para parar en una cafetería-gasolinera que está a pocos km de la cárcel. Brotan ahí las emociones. Dos mil setecientos segundos contenidos en un cristal y una grabadora. Está muy bien, aunque mira qué cabreo tenía con la prohibición de poner en el remite de sus cartas su condición de “preso político”. Pues anda, que el que les prohíban tener banderas republicanas estrelladas, que fuerte ¡no?

Esta gasolinera está muy bien, y ahí repostamos y tomamos un muy buen café. Cojo de nuevo el tiquet de todo, para hacer luego el recuento del gasto total del viaje. Y compramos pan tiernito.

Durante el recorrido saltan las conversaciones, la anécdota de la abuela gitana que se olvidó el dni y entró en conversación con nosotros sabiendo -va todos los fines de semana desde 30 km- que como dice ella “semos familia de los políticos”. Le quitamos el agobio, y en una de las tres faldas que llevaba, ahí estaba el dichoso carné. Una vez nos dijo que a unos compañeros de su nieto les habían mostrado ventajas si les hacían más difícil la vida a los presos políticos, pero les soltaron que eran buena gente, que les ayudaban en todos los papeleos y que contra ellos no tenían nada. Que susto y llorera sentía pasó la abuela al contarlo.

Paramos a comer en otra área de descanso. La nevera seguía manteniendo exquisitos los embutidos, quesito, fruta...

En el larguísimo viaje de vuelta la única conversación posible era sobre quien habíamos dejado atrás. Preso en un primer grado penitenciario, máximo seguimiento y control, según dicta el citado fichero. Con unas limitaciones que suponen un solo visavis mensual en el mejor de los casos, 5 u 8 llamadas a la semana de 5 minutos de duración, 8 cartas al mes de salida.

Los familiares y amigos estarán agotados físicamente tras estos enormes viajes, y a buen seguro que caigamos rendidos esta noche en el colchón de nuestras casas, pero durante las conversaciones todo gira de una manera alegre, anecdótica, empática. Llegamos a nuestra calle 11 horas después de haber visitado a nuestro ser querido, tras dos días de viaje para 45 minutos de comunicación por ventanilla.

El padre y conductor aún tendrá que buscar aparcamiento por el barrio, subir la nevera y cenar algo ligero y caliente antes de meterse a la cama muerto de cansancio.

Yo me pongo a sumar las facturas de los gastos mínimos que supone un viaje de 2.100 kilómetros, para visitar a un preso político. A tres personas en un coche:

Gasolina 200, Peajes 30, Pensión 80, comida y cafés 20. 330 euros. 110 € por cabeza, más lo que venga de la multa.

Eso me ha hecho multiplicar la cantidad de desplazamientos que los visitantes tienen que realizar cada semana, por el número de presos políticos dispersados, por otros gastos extras -510 presos políticos están entre los 500 hasta los 1.000 km de distancia de sus casas-. La asociación vasca Etxerat, en un reciente informe denuncian el verdadero desgaste económico y el desgaste físico y psíquico de la dura situación impuesta -también- a los de fuera, con una tensión permanente que impide y condiciona cualquier intento de vida normalizada.

Entiendo porqué en muchas localidades de Euskal Herria, Galiza, Catalunya o Madrid hay huchas para la solidaridad con los presos y represaliados políticos. Sólo el enorme esfuerzo familiar, social y la solidaridad consiguen neutralizar en buena medida la sangría que supone para las miles de personas -10 visitantes autorizados para un periodo de seis meses- que visitan a los cientos de presas y presos políticos dispersados. Semana a semana, mes a mes, año a año.

De un solidario con los presos políticos

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